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.Exóticas alfombras de pequeño tamaño cubrían los suelos, renovados con madera natural.Había un gabinete, un estudio, un salón y también una biblioteca, por no mencionar la descomunal cocina rural que su padre había mejorado con electrodomésticos de gama alta.Otros adelantos millonarios proporcionaban una excelente categoría a la casa: una bañera de hidromasaje, una televisión de 54 pulgadas con su cine en casa, espaciosos cuartos de baño de mármol negro y mucho más.Por último, la casa no tenía un sótano, sino toda una serie de ellos: alargadas y estrechas bodegas de ladrillo casi centenario, de techo tan bajo que una persona alta hubiera tenido que agacharse.Era un almacén perfecto para los libros de derecho de su padre, que él decididamente no pensaba volver a consultar nunca.El cuarto de baño de Lissa también era muy vistoso.Un aro de ducha metálico colgaba por encima de la bañera de cerámica original con patas.También había un espejo montado sobre un marco de metal a modo de caballo de Frisa, también original, y debajo una pileta de mármol con pedestal.Cassie se dio una ducha fresca, sin prisas, y después deambuló por allí un rato mientras se vestía.Su habitación, como la mayoría de las de la propiedad, era enorme y estaba llena de paneles oscuros, zócalos grabados a mano y losetas de zinc y latón intrincadamente repujadas en el techo.A veces se sentía diminuta en aquel vacío casi absoluto.No se había traído ningún mueble de casa, pues había decidido adaptarse a los pocos muebles que ya había allí: la enorme cama con baldaquino (más parecida a un lecho de imitación renacentista), un antiguo chifonier, una mesa sencilla, una silla de caña y nada más.Era todo lo que necesitaba.Había declinado la oferta de su padre de amueblar la habitación a su gusto, lo mismo que su propuesta de comprarle un desorbitado equipo estéreo.Su «loro» sería más que suficiente.Aparte de eso, lo único que se había traído de su antigua casa de piedra rojiza[4] de D.C.eran sus ropas y sus discos compactos.Nunca se había sentido cómoda con los lujos que su padre podía conseguirle sin esfuerzo, y entre ellos eso había supuesto un gran tema de conflicto durante años.Casi toda su ropa se la fabricaba ella misma con retazos de la beneficencia y telas de liquidación.Se había convertido en toda una diseñadora, e imaginaba que eso querría ser cuando «fuera mayor», significara eso lo que significara.Pero sabía que no tenía que preocuparse por nada de aquello hasta centrar la cabeza.Todavía sufría a menudo la asfixiante culpabilidad del suicidio de su hermana; una parte de su alma se sentía marcada.Desde el incidente había adoptado la costumbre de llevar un relicario de plata con la foto de Lissa dentro.Nunca se lo quitaba y cada día se decía: «por favor, Lissa, por favor perdóname».Los sueños eran un castigo, o eso suponía, pero tal vez el perdón estuviera próximo.En aquella casa las pesadillas se habían reducido, y lo mismo había hecho su depresión.¿Sería libre algún día?«No me lo merezco», pensó.Algunos días comenzaban así, empapados de remordimientos.Hasta odiaba mirarse al espejo, por supuesto, porque cada vez que lo hacía veía a Lissa.Se había cortado la larga melena; ahora la llevaba recta a la altura de medio cuello y se la había teñido de color amarillo limón con mechas brillantes de verde lima.Ayudaba un poco, pero su rostro seguía siendo el mismo.Era todavía Lissa la que le devolvía la mirada entre las vetas plateadas.En el espejo, se fijó sin proponérselo en el pequeño tatuaje de un arco iris que tenía en el ombligo, y que le recordó al de alambre de espinos que su hermana lucía en ese mismo sitio.«Maldición —pensó—.Otra vez no».Estaba empezando a deprimirse, y si se limitaba a dar vueltas por la casa empeoraría.—Creo que iré a algún sitio —dijo en voz alta—, aunque no haya adónde.Echó mano de su discman y salió rápidamente del cuarto.Mientras descendía las amplias escaleras, las estatuas la miraron con el ceño fruncido, iluminadas desde detrás por los extraños colores oscuros que surgían del cristal tintado.Ella les devolvió el gesto y a una le hizo un corte de mangas.«Que tú también tengas un buen día».Al llegar abajo, su mano arañó uno de los postes de arranque tallados.Echó un vistazo a la sala de estar y vio que el televisor estaba apagado.Miró en la cocina, el estudio y el patio trasero, pero no halló rastro de su padre.Ummm.En el vestíbulo, la señora Conner quitaba el polvo [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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.Exóticas alfombras de pequeño tamaño cubrían los suelos, renovados con madera natural.Había un gabinete, un estudio, un salón y también una biblioteca, por no mencionar la descomunal cocina rural que su padre había mejorado con electrodomésticos de gama alta.Otros adelantos millonarios proporcionaban una excelente categoría a la casa: una bañera de hidromasaje, una televisión de 54 pulgadas con su cine en casa, espaciosos cuartos de baño de mármol negro y mucho más.Por último, la casa no tenía un sótano, sino toda una serie de ellos: alargadas y estrechas bodegas de ladrillo casi centenario, de techo tan bajo que una persona alta hubiera tenido que agacharse.Era un almacén perfecto para los libros de derecho de su padre, que él decididamente no pensaba volver a consultar nunca.El cuarto de baño de Lissa también era muy vistoso.Un aro de ducha metálico colgaba por encima de la bañera de cerámica original con patas.También había un espejo montado sobre un marco de metal a modo de caballo de Frisa, también original, y debajo una pileta de mármol con pedestal.Cassie se dio una ducha fresca, sin prisas, y después deambuló por allí un rato mientras se vestía.Su habitación, como la mayoría de las de la propiedad, era enorme y estaba llena de paneles oscuros, zócalos grabados a mano y losetas de zinc y latón intrincadamente repujadas en el techo.A veces se sentía diminuta en aquel vacío casi absoluto.No se había traído ningún mueble de casa, pues había decidido adaptarse a los pocos muebles que ya había allí: la enorme cama con baldaquino (más parecida a un lecho de imitación renacentista), un antiguo chifonier, una mesa sencilla, una silla de caña y nada más.Era todo lo que necesitaba.Había declinado la oferta de su padre de amueblar la habitación a su gusto, lo mismo que su propuesta de comprarle un desorbitado equipo estéreo.Su «loro» sería más que suficiente.Aparte de eso, lo único que se había traído de su antigua casa de piedra rojiza[4] de D.C.eran sus ropas y sus discos compactos.Nunca se había sentido cómoda con los lujos que su padre podía conseguirle sin esfuerzo, y entre ellos eso había supuesto un gran tema de conflicto durante años.Casi toda su ropa se la fabricaba ella misma con retazos de la beneficencia y telas de liquidación.Se había convertido en toda una diseñadora, e imaginaba que eso querría ser cuando «fuera mayor», significara eso lo que significara.Pero sabía que no tenía que preocuparse por nada de aquello hasta centrar la cabeza.Todavía sufría a menudo la asfixiante culpabilidad del suicidio de su hermana; una parte de su alma se sentía marcada.Desde el incidente había adoptado la costumbre de llevar un relicario de plata con la foto de Lissa dentro.Nunca se lo quitaba y cada día se decía: «por favor, Lissa, por favor perdóname».Los sueños eran un castigo, o eso suponía, pero tal vez el perdón estuviera próximo.En aquella casa las pesadillas se habían reducido, y lo mismo había hecho su depresión.¿Sería libre algún día?«No me lo merezco», pensó.Algunos días comenzaban así, empapados de remordimientos.Hasta odiaba mirarse al espejo, por supuesto, porque cada vez que lo hacía veía a Lissa.Se había cortado la larga melena; ahora la llevaba recta a la altura de medio cuello y se la había teñido de color amarillo limón con mechas brillantes de verde lima.Ayudaba un poco, pero su rostro seguía siendo el mismo.Era todavía Lissa la que le devolvía la mirada entre las vetas plateadas.En el espejo, se fijó sin proponérselo en el pequeño tatuaje de un arco iris que tenía en el ombligo, y que le recordó al de alambre de espinos que su hermana lucía en ese mismo sitio.«Maldición —pensó—.Otra vez no».Estaba empezando a deprimirse, y si se limitaba a dar vueltas por la casa empeoraría.—Creo que iré a algún sitio —dijo en voz alta—, aunque no haya adónde.Echó mano de su discman y salió rápidamente del cuarto.Mientras descendía las amplias escaleras, las estatuas la miraron con el ceño fruncido, iluminadas desde detrás por los extraños colores oscuros que surgían del cristal tintado.Ella les devolvió el gesto y a una le hizo un corte de mangas.«Que tú también tengas un buen día».Al llegar abajo, su mano arañó uno de los postes de arranque tallados.Echó un vistazo a la sala de estar y vio que el televisor estaba apagado.Miró en la cocina, el estudio y el patio trasero, pero no halló rastro de su padre.Ummm.En el vestíbulo, la señora Conner quitaba el polvo [ Pobierz całość w formacie PDF ]