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.Pero lo haría de todos modos.Chanterelle nos esperaba cuando llegamos.Abrió la compuerta de salida, nerviosa, y nos estudió una fracción de segundo antes de decidir que éramos los mismos que habíamos bajado.Dejó a un lado su arma y nos ayudó a salir; todos gruñimos aliviados al salir de la tubería.El aire en la cámara no era precisamente fresco, pero me lo tragué a sorbos eufóricos.—¿Y bien? —preguntó Chanterelle—.¿Mereció la pena? ¿Os acercasteis a Gideon?—Lo bastante —respondí.Justo entonces comenzó a pitar algo oculto en la ropa de Zebra, como una campana amortiguada.Me pasó su pistola y después sacó uno de los torpes teléfonos de aspecto antiguo que suponían lo más de la modernidad en Ciudad Abismo.—Debe de haberme intentado localizar desde que empezamos a subir por el tubo —dijo ella tras abrir la pantalla.—¿Quién es? —le pregunté.—Pransky —respondió Zebra tras ponerse el aparato al oído, mientras yo le contaba a Chanterelle que el hombre era un detective privado que estaba relacionado de forma marginal con todo lo ocurrido desde mi llegada.Zebra habló con él en voz baja, con una mano sobre el auricular para ahogar la conversación.No podía oír nada de lo que decía Pransky y solo la mitad de lo que decía Zebra.pero fue más que suficiente para pillar el hilo de la conversación.Alguien, al parecer uno de los contactos de Pransky, había sido asesinado.Pransky estaba en la escena del crimen y, por la forma en la que Zebra hablaba con él, parecía nervioso; como si fuera el último lugar del mundo en el que desearía estar.—¿Has.? —Probablemente estaba a punto de preguntarle si había avisado a las autoridades, antes de darse cuenta de que, donde estaba Pransky, no había tal cosa; menos aún que en la Canopia.—No, espera.Nadie tiene que saberlo hasta que lleguemos allí.No te muevas.Tras decir aquello, Zebra cerró el teléfono y se lo volvió a meter en el bolsillo.—¿Qué pasa? —le pregunté.—Alguien la ha matado.Chanterelle la miró.—¿Matado a quién?—A la mujer gorda.Dominika.Es historia.37—¿Puede haber sido Voronoff? —le pregunté mientras nos dirigíamos hacia la Estación Central.Lo habíamos dejado allí antes de bajar a ver a Gideon, pero matar a Dominika no parecía encajar con lo que sabíamos sobre aquel hombre.Quizá pudiera suicidarse de una forma interesante para matar el aburrimiento, pero no se le ocurriría eliminar a una figura conocida como Dominika—.No me parece su estilo.—El no, ni tampoco Reivich —dijo Quirrenbach—.Aunque solo tú puedes saberlo con certeza.—Reivich no es un asesino indiscriminado —comenté.—No olvides que Dominika hace enemigos fácilmente —dijo Zebra—.No se le daba demasiado bien mantener la boca cerrada.Reivich podría haberla matado por hablar de él.—Pero ya sabemos que no está en la ciudad —dije—.Reivich está en un hábitat orbital llamado Refugio.Eso era cierto, ¿no?—Por lo que yo sé, Tanner, sí —respondió Quirrenbach.No había ni rastro de Voronoff, pero tampoco lo esperábamos: cuando lo habíamos dejado marchar no esperaba que se quedara allí.Ni tampoco importaba.El papel de Voronoff en aquel asunto era, como mucho, anecdótico.Y si necesitaba volver a hablar con él su fama haría que me resultara fácil encontrarlo.La tienda de Dominika estaba justo como la recordaba, agachada en medio del bazar.Los faldones estaban echados y no había clientes en las vecindades, pero nada hacía pensar que se hubiera cometido un asesinato.No había ni rastro de su ayudante intentando arrastrar a nadie hacia la tienda, pero ni siquiera la ausencia resultaba destacable, ya que el mismo bazar estaba bastante dormido aquel día.No debía haber llegado ningún vuelo; no había ninguna inyección de clientes deseosos de escisiones neurales.Pransky esperaba justo detrás de la puerta, asomado por un diminuto agujero en la tela.—Te has tomado tu tiempo para llegar.—Entonces su fúnebre mirada asimiló a Chanterelle, a mí mismo y a Quirrenbach, y sus ojos se abrieron de par en par durante un momento—.Bueno, bueno.Toda una partida de caza.—Déjanos entrar —dijo Zebra.Pransky sostuvo la puerta abierta y nos dejó entrar en la cámara de recepción en la que yo había esperado mientras Quirrenbach estaba en la camilla.—Debo avisaros —dijo en voz baja—.Todo está exactamente como lo encontré.No os va a gustar el espectáculo.—¿Dónde está su chico? —pregunté.—¿Su chico? —repitió él, como si se tratara de alguna oscura palabra del argot callejero.—Tom.Su ayudante.No puede andar lejos.Puede que haya visto algo.Quizá esté también en peligro.Pransky chasqueó la lengua.—No he visto a ningún “chico”.Ya tenía bastante con lo que entretenerme.Quien lo hiciera está.—dejó la frase en el aire, pero me imaginaba lo que estaba pensando.—No puede ser un talento local —dijo Zebra para romper el silencio—.Nadie de aquí malgastaría un recurso como Dominika.—Dijiste que la gente que me buscaba no era de aquí.—¿Qué gente? —preguntó Chanterelle.—Un hombre y una mujer —la informó Zebra—.Visitaron a Dominika para intentar localizar a Tanner.Seguro que no eran de aquí.Una pareja extraña, es todo lo que sé.—¿Crees que volvieron para matar a Dominika? —le pregunté.—Yo diría que son los sospechosos con más puntos, Tanner.¿Y sigues sin saber quiénes pueden ser?Me encogí de hombros.—Está claro que soy un hombre popular.Pransky tosió.—Quizá deberíamos.—con un gesto de su mano gris señaló hacia la cámara interna de la tienda.Entramos a la parte en la que Dominika llevaba a cabo sus operaciones.Dominika flotaba sobre la espalda a medio metro de su camilla quirúrgica, colgada en aquella postura gracias al arnés de vapor articulado que la sujetaba de cintura para bajo.El mecanismo neumático del arnés todavía siseaba y unos débiles dedos de vapor se elevaban hacia el techo.Como pesaba más por arriba, se había inclinado en un ángulo en el que sus caderas flotaban por encima de sus hombros.La cabeza de alguien más delgado que Dominika habría rodado a un lado, pero los rollos de grasa que le rodeaban el cuello hacían que la cara siguiera apuntando al techo; tenía los ojos abiertos de par en par, blancos y vidriosos, y la mandíbula colgaba abierta.Tenía el cuerpo cubierto de serpientes.Las más grandes de ellas estaban muertas, enrolladas a su alrededor como bufandas de colores; los cuerpos muertos llegaban hasta la cama.No cabía duda de que estaban muertas; les habían rajado el vientre con un cuchillo y la sangre dibujaba lazos en la camilla.Las serpientes más pequeñas seguían vivas, enroscadas sobre la barriga de Dominika o en la camilla, aunque no se movieron ni siquiera cuando me acerqué a ellas, con suma precaución.Pensé en los vendedores de serpientes que había visto en el Mantillo.De allí venían aquellos animales, comprados solamente para añadir colorido al cuadro.—Os dije que no os gustaría —dijo Pransky; su voz cortó el asombrado silencio de nuestro grupo—.He visto cosas enfermizas en mi vida, creedme, pero esto.—Tiene un método —dije suavemente—.No es tan enfermizo como parece [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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